lunes, 26 de agosto de 2013

Un mensaje de esperanza

Todos fallamos. Desde el niño al anciano, el rico y el pobre, el padre y el hijo. Todos. Estamos sujetos aún a la carne y, aunque la hemos crucificado con Cristo, a veces el viejo hombre se levanta. Y no sabemos como, pero volvemos a aquel pecado que nos juramos a nosotros mismos que no volveríamos a cometer, a aquella situación a la que nunca debimos regresar.
Todos fallamos, porque somos humanos. Esto no justifica los fallos, pero los explica. Somos seres débiles. Nacemos con el pecado en nuestro corazón. Y es que el pecado no viene de fuera. No pecas porque pasaste por la tentación y caíste, sino porque lo que hay dentro de tu corazón te llevó a pecar cuando se dio la oportunidad. Es lo de dentro lo que contamina al hombre, y no lo de fuera.
Cuando Cristo entra a nuestras vidas, nuestros espíritus nacen. Nueva criatura somos y las cosas viejas pasaron. En nuestro hombre interior, ese nuevo hombre, queremos hacer lo bueno. Nuestro ser interior se deleita en Cristo y en lo suyo. No necesita pecar, no quiere pecar. Sin embargo, en la realidad caemos y pecamos. ¿Qué ocurre?
Pablo le escribía a los romanos acerca de esto. Le imagino escribiendo con lágrimas en los ojos por esta realidad. En el capítulo 7 dice así: “Nosotros sabemos que la ley viene de Dios; pero yo no soy más que un simple hombre, y no puedo controlar mis malos deseos. Soy un esclavo del pecado. La verdad es que no entiendo nada de lo que hago, pues en vez de hacer lo bueno que quiero hacer, hago lo malo que no quiero hacer.”
Asolador. El apostol Pablo, uno de los mayores teólogos de toda la historia de la Iglesia Cristiana, alguien que llenó todo del evangelio de Cristo, escribe así. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Más terrible es cuando un poco después en ese capítulo dice “¿Quién me librará de este cuerpo, que me hace pecar y me separa de Dios?”. Estamos sujetos aún a nuestros cuerpos, y nuestro carne quiere llevarnos a separarnos de Dios.
Hace brotar las lágrimas de cualquiera que viva esta situación. Todo cristiano sabe de lo que le hablo. Amamos a Dios, intentamos servirles, pero nos caemos, sentimos que fallamos a Aquel que lo dio todo, Aquel que nos amó tanto que entregó su vida por nosotros. Pensamos entonces que como nos usará Dios, que como podrá Él perdonar y restaurar nuestras vidas, que le hemos fallado ya demasiadas veces. Y el que te dice esto sabe de lo que habla. Sé lo que es sentirte tan pecador que crees que no hay salvación para ti, que Jesús ya no te ama, que Aquel que dio su vida por ti está decepcionado contigo y nunca volverá por Ti.
Pero ese no es Jesús. Esto no es un mensaje de tristeza, sino de esperanza. Aquel que nos amó tanto nos conocía desde antes de nacer, sabía que eramos débiles, que le fallaríamos muchas veces. Pero aún así vino a por nosotros. Y cuando nos veía, lo hacía con amor. Somos su creación amada, somos sus hijos queridos, y un buen Padre nunca aborrece a sus hijos, sino que está deseoso porque ellos regresen a Él. Él ve el corazón. Y aún cuando fallamos, si en nuestro corazón le anhelamos, Él es tardo para la ira y grande en misericordia. Nuestra esperanza es la respuesta que el apostol Pablo da a la pregunta anterior: ¡Jesucristo nos libra del pecado! Él clavó nuestros pecados en la cruz, nos hizo limpios como la nieve. Cuando caemos, la convicción de pecado viene de Dios, pero la condenación y la culpabilidad son del diablo. Él no quiere que corramos con nuestro llanto al Padre pidiéndole perdón, sino que nos alejemos creyendo que ya no nos ama. Nada más lejos de la realidad. A un padre al que viene un hijo llorando arrepentido, ¿no lo abrazará con fuerza y con ternura le dirá que siempre lo amará? Ese es nuestro Dios, del cual estoy enamorado locamente. Ese que un día nos salvó y nos amará por toda la eternidad.

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